martes, 19 de agosto de 2014

Cielo


Hay algo mágico en salir de la ciudad, de olvidarse del tiempo y los horarios, de escaparle a la rutina y disfrutar de las cosas más simples, de las que siempre están ahí pero nos olvidamos de mirar. El agua y el fuego tienen poderes hipnóticos para mí, podría quedarme horas mirándolos sin detenerme a ver nada en particular. Quizás tiene que ver con abstraerse en las manifestaciones de la naturaleza, el modo en el que el fuego se mueve, eléctrico y errante, o en el que el agua transporta hojas y mueve el musgo de las piedras. Te hace sentir pequeño, un engranaje mínimo en la máquina del mundo. Lástima que haya gente que insista en creerse más que un océano o una montaña, debe ser porque nunca estuvieron cerca de una cima, o rodeados de un azul profundo.

Una de las cosas que más me llaman la atención cuando me alejo de la ciudad, es el cielo. La cantidad de estrellas que se acumulan y que pasan completamente desapercibidas, ocultas bajo las luces de la ciudad, el ruido de los colectivos y la nube de contaminación. Caminamos mirando hacia abajo, es muy difícil que alguien camine mirando hacia arriba, admirando el cielo, o al menos los edificios que lo entrecortan. Es un buen ejercicio levantar la mirada, ayuda a cambiar el horizonte  y a ponernos en perspectiva. Salir de la ciudad es volver a tener estrellas, de las estáticas y de las fugaces, de las diminutas y las que no podés creer que brillen tanto. Y te acordás que existe una Vía Láctea, y aunque el frío te haga temblar, seguís mirando para arriba, no pudiendo creer que eso está ahí siempre y que nunca lo ves.