Hay algo mágico en salir de la ciudad, de olvidarse del
tiempo y los horarios, de escaparle a la rutina y disfrutar de las cosas más
simples, de las que siempre están ahí pero nos olvidamos de mirar. El agua y el
fuego tienen poderes hipnóticos para mí, podría quedarme horas mirándolos sin detenerme
a ver nada en particular. Quizás tiene que ver con abstraerse en las manifestaciones
de la naturaleza, el modo en el que el fuego se mueve, eléctrico y errante, o
en el que el agua transporta hojas y mueve el musgo de las piedras. Te hace
sentir pequeño, un engranaje mínimo en la máquina del mundo. Lástima que haya
gente que insista en creerse más que un océano o una montaña, debe ser porque
nunca estuvieron cerca de una cima, o rodeados de un azul profundo.
Una de las cosas que más me llaman la atención cuando me
alejo de la ciudad, es el cielo. La cantidad de estrellas que se acumulan y que
pasan completamente desapercibidas, ocultas bajo las luces de la ciudad, el
ruido de los colectivos y la nube de contaminación. Caminamos mirando hacia
abajo, es muy difícil que alguien camine mirando hacia arriba, admirando el
cielo, o al menos los edificios que lo entrecortan. Es un buen ejercicio
levantar la mirada, ayuda a cambiar el horizonte y a ponernos en perspectiva. Salir de la
ciudad es volver a tener estrellas, de las estáticas y de las fugaces, de las
diminutas y las que no podés creer que brillen tanto. Y te acordás que existe una
Vía Láctea, y aunque el frío te haga temblar, seguís mirando para arriba, no
pudiendo creer que eso está ahí siempre y que nunca lo ves.